Fragmento de «Un tipo con suerte»

Respiró hondo y salió a la calle. No se podía decir que hiciese frío pero el día era oscuro y no se encontraba del todo cómodo con esa sensación que se produce cuando se dan la mano el viento, la humedad y el desasosiego. Parecieron fallarle las piernas al comenzar a avanzar por la acera a paso lento, quizás debido al hambre, quizás a la acumulación de horas sentado. Notó cómo la sangre volvía a llenar los vasos sanguíneos de sus piernas y ganó algo de seguridad.
Fue fijándose en los escaparates de las tiendas, en la gente que se cruzaba a su paso, en el tráfico. Un par de manzanas más allá, tres a lo sumo, encontró un bar chiquitito que le gustó para comer, poco ruidoso, regentado por un hombre serio y solitario. Tenía el menú del día anunciado en una pizarra en la calle y luz suficiente en la mesa que estaba pegada a la ventana.
Seguía sintiéndose triste. Anhelaba su rutina y estaba ansioso por alejarse de los últimos acontecimientos que habían decidido rodear su vida contra su voluntad.
El camarero no se fijó en que entraba, y pareció molestarse al verlo sentado sin preguntar siquiera si la mesa estaba libre o si alguien la había reservado antes, o si, tal vez, algún parroquiano se había ganado el derecho de usarla en exclusiva después de años y años de remover cafés en aquella esquina. Se le acercó para preguntarle qué le traía por allí, y se dio la vuelta hacía la cocina llevando anotadas en su libreta una ensalada, un lomo de merluza con guarnición, un tercio de cerveza y un «ya se verá» de postre.
Con todo, el local era agradable y el camarero parecía tener claro cuándo poner la televisión y cuándo no. Por el contrario, una música muy bajita llegaba flotando por el aire desde el otro lado del local. Reconoció a Duke Ellington. Se levantó y dejó su cazadora en el respaldo de la silla para, luego, ir a buscar el periódico que estaba sobre la barra.
Empezó la lectura con los sucesos, buscando parecidos y diferencias con su realidad. Comenzó por los más comunes, después dio paso a los excepcionales, recreándose en los más escabrosos o en aquellos que habían llamado más la atención del periodista y que, por eso, ocupaban más columnas o venían más detallados, acompañados de fotos en las que la sangre casi le salpicaba la mesa. Lo hacía, quizás, en pos de vidas más desgraciadas, por meterse un chupito de morbo en el cuerpo. Después venía un rápido repaso a la sección de deportes, más por costumbre que por interés real, para acabar echándole un vistazo a la programación por constatar, una vez más, que en la televisión no había nada que le resultara de interés.
Fue dándole tragos a la cerveza mientras pasaba las hojas y tuvo que pedir refuerzos antes de la llegada del primer plato. Comió despacio, alternando las miradas perdidas al fondo oscuro del salón con largos momentos de ver pasar a la gente por la calle, a las madres empujando carritos de bebé, a los obreros enfundados en sus monos de trabajo con los últimos restos de sudor cayéndoles por la frente, a los revisores de los servicios de mantenimiento con sus bolígrafos calientes. Jugaba a descifrar sus vidas en cada mancha, en cada tobillo que se torcía un poco al pisar, en cada arruga de la frente. Se recordaba jugando a eso desde muy pequeño, solo, alejándose cuanto podía de los observados. La música llenaba los interrogantes que surgían en torno a esas vidas fugaces, asignándoles un sexo y un nombre a los bebés del carrito, una profesión a las manchas grises de los monos o una cuantía a la multa que acababa de salir de alguna libreta grisácea y con el membrete en relieve de una empresa sin escrúpulos.
Sacó su libro cuando le retiraron el postre mientras esperaba al café. Le apetecía leer tranquilo, volver a perderse en la densidad de las páginas, en aquel salón vacío que se había vuelto tan acogedor, pero le costó un poco concentrarse al principio. Se escurrió ligeramente en la silla y acabó metiéndose de nuevo en el libro. Media hora después, pagó lo que debía y salió a la calle.
El viento era ahora más frío y húmedo. Decidió pasear un rato antes de volver para prevenir futuros dolores en las piernas y hemorragias en el alma. Bajó la calle y acabó desembocando en una avenida ancha vacía casi por completo a esa hora. Aceleró el paso, avanzando con grandes zancadas sin rumbo fijo, con el viento dándole en la cara. Iba sintiéndose mejor a cada paso, más fuerte, más ligero, más sano. Bloqueó los pensamientos y las ideas que le venían a la mente y se concentró sólo en sus pasos, en los latidos de su corazón y en su respiración. Acabó perdiendo la noción de todo, de lo justo y de lo injusto. Se liberó así de parte del dolor que le había causado remover sus recuerdos esa mañana. Siguió así un buen rato, contando las gotas de sudor que comenzaban a caerle por la espalda.
Cuando volvió en sí, perturbado por el creciente tráfico que la ciudad iba recuperando después de despertarse de la siesta, se dio cuenta que estaba algo alejado y que se le echaba encima la hora de su cita.
Volvió a apurar el paso.