«Extraño verano»

Ya está a la venta mi nueva novela, que competirá este año en el Concurso Indie de Amazon. Os dejo la sinopsis para ir abriendo boca:

Un extraño fenómeno meteorológico obliga a las autoridades a recluir a los ciudadanos. Lo que comenzó siendo una ola de calor, se extiende en el tiempo alcanzando temperaturas extremas, desatando el caos.

En “Cielo del sur”, una urbanización levantada en lo que debería haber sido el futuro de la ciudad y que terminó convirtiéndose en un bloque rodeado de promesas incumplidas, una pequeña comunidad de vecinos lucha por pasar el tiempo.

Todo transcurre entre el tedio de la espera y las miradas al termómetro cuando unos gritos despiertan a Manuel. De la verja que delimita la urbanización, cuelga el cadáver de Marco, un joven violento que se dedicaba a hacer deporte y agredir a su chica sin que nadie pareciese querer ni poder ponerle remedio.

Manuel, un profesor jubilado que gasta sus días escribiendo sus memorias y charlando con su difunta esposa, comienza una carrera por encontrar al asesino. Un asesino que solo debería poder ser uno de sus vecinos.

A lo largo de los 45 capítulos que componen la novela, Manuel lucha por sobrevivir. El profesor no tarda en darse cuenta de que detrás de aquel cadáver hay algo más que un simple asesinato: hay un auténtico ritual. ¿Quién podría tener motivos para haber asesinado a Marco? Manuel descubre que nada es lo que parece y que casi todos tendrían un motivo para hacerlo.

 

 

Batallas perdidas – relato VIII

VIII

 

 

Un día entró en la sala de estar y se encontró al abuelo en su sitio de siempre, mirando a través de las ventanas que daban al parque. Era su referente, su ejemplo y su maestro. En sus ojos podía contemplar el pasado sobre el que deseaba que se edificara el futuro y, en sus conocimientos, la materia prima del presente. Apoyó la bolsa que llevaba en la mano y le mostró la camiseta que acababa de comprar. El viejo le sonrió, la cogió en alto y se la devolvió:

—Muy bonita— le dijo—, pero tampoco esto es lo que buscas.

 

Salió a pasear, a ver el mundo, como le decía su padre. Observaba las casas, a la gente, la vida de la ciudad. Entró en una tienda de discos y se pasó un buen rato revolviendo entre los viejos casetes, hasta que encontró uno que le llamó mucho la atención. Se lo llevó sin envolver y corrió a mostrárselo al abuelo.

—Una gran selección, sí señor— murmuró—. ¡Qué recuerdos! ¡Cuántas noches pasadas con estas canciones! Pero, ¿sabes qué? Tampoco creo que sea este el camino.

 

Se fue a su cuarto un poco contrariado. Estaba buscando incesantemente, sin saber qué. Quizás necesitara otro enfoque, pero era fundamental encontrar algo que dominase la descarga de nervios que le recorría desde hacía un tiempo.

 

Cuando salió de la escuela, al día siguiente, dio un largo paseo antes de llegar a casa. Se fue fijando en los desocupados, en esa nube de gente que, desde hacía meses, poblaba las plazas sin más ocupación que esperar. No perdió detalle de cada persona que mendigaba en las puertas de los supermercados, de los malabaristas de los semáforos. Notó que la pobreza era lo único común a toda aquella gente, hombres y mujeres, blancos o negros.

 

Entró en una librería y rebuscó entre los cientos de libros. Encontró uno que le llamó mucho la atención y lo compró. Continuó el paseo hasta casa y se topó con su abuelo en el mismo sitio en que lo había dejado el día anterior; lo recibió con una sonrisa y le pidió que le mostrara lo que había comprado.

—¡Maravilloso! Te hará pasar un rato de lo más agradable. La lectura hará que nunca te sientas solo, y te transportará a los más remotos lugares. Una magnífica elección, aunque siga sin ser lo que buscas.

 

Dejó el libro y salió a dar un nuevo paseo. En los bancos de debajo de su casa, encontró a una señora que guardaba los restos de la merienda de su hijo en el bolso. Bajó hacia su escuela y observó a una pareja de novios que miraba el escaparate de un centro comercial sin decidirse a entrar. Delante de él, unos colegiales rechazaban la publicidad que una patinadora les ofrecía en mano. En el local que se encontraba anexo al mercado, descubrió una pequeña cola de gente esperando para entregar ropa usada, mientras pasaba al lado de unos contenedores de papel y cartón en los que no cabía ya casi nada. Sonrió y, tras dar media vuelta, se dirigió de nuevo a casa.

 

Al escucharlo entrar, el viejo lo reclamó, animosamente.

—Muéstrame tu nueva adquisición— le dijo cariñoso.

—No compré nada, abuelo. Hoy aprendí que lo verdaderamente revolucionario es no consumir.

Batallas perdidas – Relato VII

VII

 

 

Nos encontrábamos a diario en la puerta de la biblioteca. Siempre he pensado que la gente que va a las bibliotecas es gente especial, que son como cofres que ocultan algún valioso tesoro, pero un tesoro que nadie podrá descubrir jamás, y aún hoy, vivo convencido de que, si alguna vez lograse abrir uno de esos cofres, no encontraría nada más que uno de esos palitos de helado con el hiriente mensaje que dice SIGUE BUSCANDO.

 

Día tras día cruzábamos la puerta y una sonrisa a la misma hora. Me hacía mucha gracia. Había veces que prolongaba el café, otras que daba un pequeño rodeo en mi paseo previo, pero, inevitablemente, siempre entrábamos a la vez. ¿Por qué? Nunca lo supe; soñaba, imaginaba que era necesario entrar con un guardián y que tú eras la mía. Pensé, iluso de mí, que me esperabas en un rincón, agazapada, pero nunca logré localizarte. Te tendía trampas, me detenía delante de la entrada a atarme los cordones y, cuando te creía engañada, giraba sobre mis pasos y volvía, baldosa a baldosa, mirando por encima del hombro. Nunca te lograba ver. Si faltaba algún día, le preguntaba al bibliotecario al día siguiente si tú habías ido; me observaba tras sus gafas de pasta y mientras manoseaba las mangas de su chaqueta me miraba de un modo que él entendía cómplice y me decía que no, siempre que no.

 

No cruzábamos ninguna palabra. Sobraban las palabras. ¿Por qué pronunciar un “buenos días” si sabíamos que nos deseábamos una buena vida? Pero yo observaba cada uno de tus gestos, cada contoneo de tus párpados. Éramos hermanos en los libros, troncos, coleguitas. No necesitábamos conocernos para saber que íbamos en el mismo barco. ¿Para qué conocernos? Para desencantarnos quizás. Yo te creé en mi mente y eras como yo quería que fueses. Yo existía en tu mente y era como tú querías que fuese.

 

Un día comencé a notar cambios en ti. No recuerdo ya si era invierno o verano, si llevabas los labios pintados o el abrigo azul. Solo sé que te detuviste más tiempo del habitual ante la puerta de cristal. Cuando continuaste tu marcha me acerqué y me fijé en que, entre todos los carteles con notas que se leían a través del cristal, en los que se ofrecían profesores particulares y cuidadoras de ancianas, destacaba uno nuevo que decía PROHIBIDO ENTRAR CON BEBIDAS. Fue el primero. Todo siguió igual.

 

Meses después volviste a detenerte ante la puerta más tiempo de lo normal, y me di cuenta de una nota que rezaba PROHIBIDO ENTRAR CON BOLSO. Todo siguió igual.

 

Una vez, y de esa sí me acuerdo que hacía tanto calor que en la calle la gente reptaba de sombra en sombra, colgaron otro cartel, este con la leyenda PROHIBIDO TRAER LIBROS AJENOS A ESTE CENTRO. La sonrisa que llevábamos tiempo cruzándonos se tornó en una mueca austera, pero todo siguió igual.

 

Los cartelitos fueron llegando uno tras otro, eclipsando a los profesores, a las cuidadoras, a las limpiadoras a tiempo parcial… Llegué a pensar que tendrían que poner una doble puerta para poder seguir prohibiéndonos cosas.

 

Un día te vi parada en la entrada. Pude fijarme claramente en tus ojos verdes vidriosos. Te giraste hacia mí y me dirigiste la palabra por primera vez:

—Ya colgaron el de PROHIBIDO LEER, me voy antes de que cuelguen el de PROHIBIDO PENSAR— me dijiste mientras me agarrabas el brazo.

Comenzaste a alejarte a trompicones. Nunca te volví a ver. Nada volvió a ser igual.

 

Me senté en los peldaños de las escaleras, saqué un folio de mi carpeta y, con un rotulador y trazos toscos escribí bien grande PROHIBIDO PROHIBIR. Yo tampoco volví.

Batallas perdidas – Relato III

III

 

 

Volveré a despertarme intranquilo de la siesta. Veré los rayos de sol inundando la sala de estar, violando la intimidad de la estancia a través de la rendija de la persiana. Pondré un vinilo en el giradiscos y todo se llenará de aullidos de nuevo. Me daré una nueva ducha caliente mientras silbo entre dientes alguna versión indecente de Pedro Navaja. Me afeitaré de nuevo perdonándole la vida al extraño del espejo. Volveré a ponerme la chaqueta de pana aunque el sol caliente cada poro de mi espalda trasladándome al infierno, y volveré a buscarte.

 

Pararé de nuevo en la floristería a comprarte una rosa roja, y comenzaré a caminar, lentamente, como otras muchas veces, hacia tu trabajo. Y me detendré en los escaparates de sombreros y corbatas, girando sobre mis pies cada vez que vea a una chica guapa pasar, deslizándose sobre la acera como una serpiente; y les guiñaré un ojo, y me reiré de su absoluta indiferencia, y les ofreceré la rosa en un movimiento fugaz, casi imperceptible; y les alegraré o estropearé su lindo día. Y llegaré a tu trabajo fingiendo estar mucho más cansado de lo que en realidad estaré, buscando una excusa para agarrarme a ti de nuevo.

 

Te llevaré a tomar una cerveza y soltaré todas las tonterías imaginables con la única intención de provocar tu risa. Y te contaré otro montón de mentiras con la intención de besarte. Y lo haré todo con la intención de hacerlo todo. Y te invitaré al cine, proponiendo que nos sentemos donde no querrás sentarte y disimularé para que creas que tampoco me importa tanto. Prestaré atención, mucha, a la película para ver si descifro esta vez a quién debería besar la chica. Claro, volveré a confundir al bueno y el malo, al guapo y al atractivo. Diré que la actriz principal ha estado ¿sobria? en su papel, aunque en realidad pensaré que solamente ha estado bien en esa escena.

 

Me ofreceré a acompañarte a casa, que es lo menos que alguien en mi situación puede hacer, y me prestaré a subir, casi con el mismo ahínco con que te propondré dejarlo para otro día. Pondré, con sumo cuidado de no mancharte, un beso en tu mejilla, y empezaré, lentamente de nuevo, a desandar el camino a casa, deteniéndome otra vez en las tiendas que venden sombreros y corbatas, y giraré de nuevo al ver pasar a las señoritas guapas, sin importarme ya, porque a esas horas poco importa, si van solas o acompañadas.

 

Llegaré a casa para tumbarme en mi hueco del sofá, después de colgar mi chaqueta, a la espera de que el sol del amanecer vuelva a despertarme entre las rendijas de la persiana.

Batallas perdidas – Relato II

II

 

 

Era otoño. Era otoño y todo el parque lo reflejaba. Diríamos que todo el parque era otoño. Era otoño por el olor a musgo, por la sensación de humedad que cubría de rocío mis huesos. Por el color del parque, por el manto de hojas marrones que hacían las veces de alfombra a tu paso. Por el aroma de las castañas, por las notas de soul que escupía el saxo de aquel joven desaliñado con el que te cruzabas todos los días. También tú eras otoño. Tus botas marrones, tu pelo liso suelto a expensas del capricho del viento, tu abrigo, del que sólo te asomaban las manos que sujetaban el enésimo libro que devorabas ese año, tu cuello sugerente, tus medias claras y tu cara. Tus labios pintados de marrón parecían desprenderse del resto del cuerpo y volar libres. Los árboles se retorcían a tu paso para intentar tocarte con sus ramas desnudas. Las nubes perdían altura por momentos y parecía que iban a convertirse en una espesa niebla con el único fin de envolverte. Todo estaba pendiente de ti.

 

Yo, como desde hacía años, cerré mi libro para volver a verte pasar. La jubilación tiene esos placeres y cuando uno se hace mayor va saboreándolos más relajadamente, a sabiendas de que cada vez serán menos. Salía de casa temprano, pero sin madrugar, paseando sin perder el ritmo, viejo pero enérgico. Tomaba café leyendo las noticias, cada vez más sorprendido de lo poco que me afectaban, como un espectador en el cine. Luego seguía mi paseo hasta el parque y me sentaba a leer en los bancos donde todavía daba el sol, un sol al que cada día le costaba más remontar las copas de los árboles. Solía dividir mi lectura en dos fases: antes y después de que pasaras, antes y después de que llenaras mi estampa y mi lienzo. Devoraba las páginas convencido de que ni mil vidas me llegarían para leer todo lo que quería.

 

Te acercaste lentamente, arrastrando los pies, dejando que las hojas cubriesen tus botas. Te retocaste el pelo y miraste a tu alrededor, no sé bien con que fin, porque siempre te comportabas como si no fueses consciente de que el mundo entero te contemplaba. Una sonrisa se dibujó en tu cara y comenzaste a caminar en círculos haciendo fuerza con los pies como si quisieses llegar al centro de la tierra. Poco a poco una montaña de hojas fue creciendo a tu izquierda. Al cabo de innumerables vueltas la montaña debió de parecerte lo suficientemente grande. Te agachaste en un movimiento veloz y ágil, y agarraste todas las hojas que pudiste entre las manos, y al segundo las lanzaste al aire con todas tus fuerzas; mientras caían, girabas y reías con los brazos extendidos. Tu risa rebotaba de árbol en árbol llenando todo el parque con su eco. Según cayó la última hoja, reanudaste tu marcha apresuradamente.

 

Tan pronto te perdiste de vista entre la vegetación, el cielo comenzó a descargar agua de unas nubes negras que irrumpieron de repente en la escena, como si llevaran un rato esperando ese momento. Corrí a cobijarme y cuando me di cuenta, estaba cruzando una mirada y una sonrisa con el joven saxofonista. Nos mirábamos cómplices, convencidos de que llovía porque el cielo también te echaba de menos cuando te ibas.

 

 

 

Batallas perdidas – relato I

I

Se sentó en la roca de siempre. Dedicó los primeros diez minutos a contemplar como el mar batía, una y otra vez, incesantemente, como en los últimos dos mil años, contra esa zona de la costa. La misma batalla de todos los días. A los periódicos asaltos del mar, le sucedían los empujes defensivos de la montaña, en cuyo punto más elevado se alzaba un faro centinela, que servía para recordarle al mar que la tierra seguía allí, resistiendo, y les indicaba a los marineros donde estaba su refugio, y su descanso.

 

Encendió un cigarrillo y comenzó a fumar apuradamente. Nunca llegaba a fumarse más de la mitad. Mientras, sacaba su libreta y su pluma, con la intención de escribir la carta del día.

 

“¿Cómo estás hoy? Ves que conseguí arañar unos minutos para escribirte. Pensé que, en este tiempo en que se dice que ya nadie escribe cartas, no tendría tiempo hoy de venir, porque, no me lo explico, pero los carteros parece que, últimamente, volvemos a ser imprescindibles portavoces de novedades…”

 

El sol bajaba a toda velocidad, como los párpados de los que vuelven del trabajo y se disponen a darle el último adiós a la jornada, y el faro se encendió para recordarle a Neptuno que esa noche tampoco se olvidaría de brillar. A lo lejos, el pueblo parecía empezar a recogerse y solo se escuchaban las voces de los mal vistos.

 

“(…) y la tuve que cambiar yo mismo. Sí, bombín en mano. Como lo oyes. Es que no está hecho el empedrado este para las bicicletas. ¡Qué te cuento a ti! Y no te creas que nadie me ayudó. No, si parece que, para el pueblo, que el cartero pinche es como que lleve cartas a casa de la Fernanda: una desgracia, pero de las que vienen con la gorra y el zurrón (…)”

 

Un pescador, a lo lejos, se preparaba para pasar un anochecer peleándose con su caña. La luz de su lámpara delataba su posición, y la lentitud de sus movimientos parecía indicar que, muchas veces, el hogar no es tan dulce hogar. Eso le distrajo unos segundos.

 

“(…) pero yo no quiero ir, ¿me oyes? Yo prefiero ese día cogerme un bocadillo y el libro que te conté que estoy leyendo, ese de las hermanas del Japón, y marchar hasta el final de la playa; si no llueve, ni que decir. No se me perdió nada por allá. Y no quita que sean buena gente, a ver si me entiendes (…)”.

 

Comenzaba a tiritar de frío y se le veía nervioso por ir acabando. Las  campanas de la iglesia despedían el día y sentenciaban a muerte una nueva jornada. La marea estaba empezando a bajar y él sabía que era el mejor momento de terminar.

 

“(…) mañana volveré a esta hora, si nada se tuerce, aunque ya sabes tú que por aquí es raro que algo se tuerza… y mucho más que algo se enderece (…)”.

 

Cuando acabó, introdujo la carta en el sobre y escribió en letras mayúsculas la dirección y el remite. Después sacó del zurrón una botella de gaseosa vacía e introdujo el sobre. La lanzó al mar con todas sus fuerzas y pudo ver como la marea arrastraba el frasco mar adentro. Recogió sus cosas, se montó en la bicicleta y pedaleó monte arriba. Se volvió para ver si seguía viendo la botella y no continuó hasta perderla de vista entre las olas. Ese día, tampoco quería molestar a ningún cartero.

 

 

 

Fragmento de «Un tipo con suerte»

Respiró hondo y salió a la calle. No se podía decir que hiciese frío pero el día era oscuro y no se encontraba del todo cómodo con esa sensación que se produce cuando se dan la mano el viento, la humedad y el desasosiego. Parecieron fallarle las piernas al comenzar a avanzar por la acera a paso lento, quizás debido al hambre, quizás a la acumulación de horas sentado. Notó cómo la sangre volvía a llenar los vasos sanguíneos de sus piernas y ganó algo de seguridad.
Fue fijándose en los escaparates de las tiendas, en la gente que se cruzaba a su paso, en el tráfico. Un par de manzanas más allá, tres a lo sumo, encontró un bar chiquitito que le gustó para comer, poco ruidoso, regentado por un hombre serio y solitario. Tenía el menú del día anunciado en una pizarra en la calle y luz suficiente en la mesa que estaba pegada a la ventana.
Seguía sintiéndose triste. Anhelaba su rutina y estaba ansioso por alejarse de los últimos acontecimientos que habían decidido rodear su vida contra su voluntad.
El camarero no se fijó en que entraba, y pareció molestarse al verlo sentado sin preguntar siquiera si la mesa estaba libre o si alguien la había reservado antes, o si, tal vez, algún parroquiano se había ganado el derecho de usarla en exclusiva después de años y años de remover cafés en aquella esquina. Se le acercó para preguntarle qué le traía por allí, y se dio la vuelta hacía la cocina llevando anotadas en su libreta una ensalada, un lomo de merluza con guarnición, un tercio de cerveza y un «ya se verá» de postre.
Con todo, el local era agradable y el camarero parecía tener claro cuándo poner la televisión y cuándo no. Por el contrario, una música muy bajita llegaba flotando por el aire desde el otro lado del local. Reconoció a Duke Ellington. Se levantó y dejó su cazadora en el respaldo de la silla para, luego, ir a buscar el periódico que estaba sobre la barra.
Empezó la lectura con los sucesos, buscando parecidos y diferencias con su realidad. Comenzó por los más comunes, después dio paso a los excepcionales, recreándose en los más escabrosos o en aquellos que habían llamado más la atención del periodista y que, por eso, ocupaban más columnas o venían más detallados, acompañados de fotos en las que la sangre casi le salpicaba la mesa. Lo hacía, quizás, en pos de vidas más desgraciadas, por meterse un chupito de morbo en el cuerpo. Después venía un rápido repaso a la sección de deportes, más por costumbre que por interés real, para acabar echándole un vistazo a la programación por constatar, una vez más, que en la televisión no había nada que le resultara de interés.
Fue dándole tragos a la cerveza mientras pasaba las hojas y tuvo que pedir refuerzos antes de la llegada del primer plato. Comió despacio, alternando las miradas perdidas al fondo oscuro del salón con largos momentos de ver pasar a la gente por la calle, a las madres empujando carritos de bebé, a los obreros enfundados en sus monos de trabajo con los últimos restos de sudor cayéndoles por la frente, a los revisores de los servicios de mantenimiento con sus bolígrafos calientes. Jugaba a descifrar sus vidas en cada mancha, en cada tobillo que se torcía un poco al pisar, en cada arruga de la frente. Se recordaba jugando a eso desde muy pequeño, solo, alejándose cuanto podía de los observados. La música llenaba los interrogantes que surgían en torno a esas vidas fugaces, asignándoles un sexo y un nombre a los bebés del carrito, una profesión a las manchas grises de los monos o una cuantía a la multa que acababa de salir de alguna libreta grisácea y con el membrete en relieve de una empresa sin escrúpulos.
Sacó su libro cuando le retiraron el postre mientras esperaba al café. Le apetecía leer tranquilo, volver a perderse en la densidad de las páginas, en aquel salón vacío que se había vuelto tan acogedor, pero le costó un poco concentrarse al principio. Se escurrió ligeramente en la silla y acabó metiéndose de nuevo en el libro. Media hora después, pagó lo que debía y salió a la calle.
El viento era ahora más frío y húmedo. Decidió pasear un rato antes de volver para prevenir futuros dolores en las piernas y hemorragias en el alma. Bajó la calle y acabó desembocando en una avenida ancha vacía casi por completo a esa hora. Aceleró el paso, avanzando con grandes zancadas sin rumbo fijo, con el viento dándole en la cara. Iba sintiéndose mejor a cada paso, más fuerte, más ligero, más sano. Bloqueó los pensamientos y las ideas que le venían a la mente y se concentró sólo en sus pasos, en los latidos de su corazón y en su respiración. Acabó perdiendo la noción de todo, de lo justo y de lo injusto. Se liberó así de parte del dolor que le había causado remover sus recuerdos esa mañana. Siguió así un buen rato, contando las gotas de sudor que comenzaban a caerle por la espalda.
Cuando volvió en sí, perturbado por el creciente tráfico que la ciudad iba recuperando después de despertarse de la siesta, se dio cuenta que estaba algo alejado y que se le echaba encima la hora de su cita.
Volvió a apurar el paso.

Fragmento del diario de Amanda

Encontré a Eli “Paperboy” Reed mientras giraba por la tienda como lo hacen los vinilos en el giradiscos, a 45 rpm. Las estanterías de las disquerías son como los sentimientos, como las etapas de la vida, con sus gritos, su paz, su lamento. Son grandes libros de Historia Universal, repasando la alegría, la guerra, la esclavitud. ¡Putos capullos que solamente escuchan la radio, de hit en hit, de mierda en mierda! ¡Ah! ¡Suene la canción de…! Un disco es como un cuadro, no se puede mirar sólo un trocito. ¡Qué naricita tiene la Gioconda! El tendero me respeta, me deja a mi aire, me desea pero no me habla, seguro que se imagina cómo es mi vida, y cómo sería la suya conmigo, que disco dejaría sonar mientras me pide que me desnude para él, slowly, sí, nena sí. ¡Nooo! Las braguitas déjatelas. Bien pensado, por unos discos puede que me disponga a hacer realidad sus sueños y le deje tocarme por un vinilo de Otis.

Fragmento del diario de Luisa

Luisa

No tendré que confesar otra mentira. “Las mentirijillas hacen llorar al niño Jesús” nos obligaban a repetir en la escuela, a escribirlo cien mil veces en nuestros cuadernos rayados, mientras, una a una, día a día, iban llenando nuestra enorme mochila de la culpa de piedrecillas, para hacernos cada vez más pequeños, para encorvar cada vez más la espalda de nuestros pecados. Pero esta vez no fue así, no tuve que llorar en la cama golpeándome el pecho arrepentida. Sentada como estaba en un banco viendo pasar bolsas de plástico con los relucientes nombres de las tiendas a la vista, pegados a manos con las uñas pintadas, apareció Amanda. Ya me había fijado alguna vez en ella por los pasillos del colegio cuando su pelo lo llena todo, en los baños, sentada en las escaleras de la entrada, siempre sola, con ojos entrecerrados espiándola desde las esquinas, provocadora e insultante, dura con los maestros que recriminaban su actitud, siempre guapa y especial. Pero nunca jamás pensé que se acercase a hablarme, que despertase su atención. Ella que está en boca de todos acercándose a mí, que nadie ha sabido hasta ahora nunca que existo, que tengo nombre y uso su aire. Ella, que lo tiene todo, me abordó en plena calle y lo primero que sentí fue vergüenza, una desazón enorme que me quemaba las entrañas. Vergüenza de no tener respuestas a la pregunta de qué hacía allí, de no sujetar nada entre las manos, de la ropa que llevo puesta a diario, de la de los domingos. Se me llenó la boca de excusas inútiles a preguntas nunca formuladas, de vaguedades.